lunes, 4 de mayo de 2009

Minifotohistorias (1)

La pantera de Peñes caza moscas

Una joven pantera camina por el cabo Peñes. Saluda a los visitantes y curiosos y se detiene ante el belén de cumbres. Una mosca rompe su paz. Sus ojos amarillos la miran fijamente. ¡Zas!, un zarpazo. ¡Zas!, otro. No pudo ser.


Como una regadera
Una gata, Safo, descansa tras darse una pequeña vuelta por el patio de su casa. Una regadera se interpone en su camino. Como si nada, se para ante ella, la mira y prosigue con su descanso. Por momentos, cierra los ojos. Medio adormilada pasa los minutos, descansando.

El juego, en lo más alto
Abuelo y nieta, sentados a la puerta de su humilde hogar esperan tranquilos antes de comer. Un plato de garbanzos, que prepara la madre de la niña, les espera. No es tiempo para juegos, la comida llama a la puerta. Después de llenar el estómago otro gallo cantará. Tras la pitanza, el abuelo se sube al banco -una tabla y dos troncos- y recoge dos o tres muñecas situadas en lo alto de la chabola. Siempre hay tiempo para jugar y evadirse.

Mar en calma, sin pesca

El mar está en calma. Las olas se habían olvidado de salir. Dos chalanas esperaban a sus dueños para salir a faenar. El día era propicio para echarse a la mar pero no para la pesca. Y si no que se lo pregunten a los tres pescadores que, a pocos metros, lanzaban la caña a los pedreros sin suerte




miércoles, 29 de abril de 2009

Comienzo por el final


Es triste comenzar un blog con la muerte de una persona. Pero eso ha sido lo que me ha llevado a ello. Minutos antes de comer me enteré del fallecimiento de un periodista de esos que aprecias, de los que lees cada día y te hace ver las cosas de otra manera. Hablo de Javier Ortiz, un hombre que relataba sus pensamientos con una claridad pasmosa y se expresaba sin tapujos. En unas 100 líneas de periódico, dibujaba un universo, sencillo y crítico. El argumento era su poder.

Era un crítico que criticaba y que sabía criticar. De esos hay pocos.

Sútil, enamorado de la prosa y constante en su trabajo, Ortiz soñaba con cambiar el estado de las cosas. Soñaba con un mundo más justo que se apagó, al menos para él, con una parada cardiorespiratoria. Trabajo hasta el último instante y escribió su propio obituario en el diario donde trabajó hasta el último suspiro.

Tras estas líneas, uno de sus últimas obras: Sueño con Jamaica


Sueño con Jamaica. Estoy sentado detrás de una mesa negra, rodeado de papeles, delante de una pared de la que cuelgan fotografías de desolación y soledad, entre proyectos de artículos y pilas de opinión que me reclaman. Y estoy volando hacia Jamaica.
La pantalla de fósforo verde me mira adusta. Me está pidiendo impaciente su ración cotidiana de formatos y de claves. Pero hoy –¿qué me pasa?– sólo veo en ella reflejos de espuma blanca sobre un mar de azul intenso. Un mar bajo el sol: bajo ese fiero sol de pasión que ilumina eternamente el puerto de Kingston, en Jamaica.
Sueño con Jamaica. Jamaica es una isla (no sé por qué os lo cuento, si ya lo sabéis); Jamaica es una isla primitiva, anárquica y bellísima, con casas de hojalata que desembocan en largas playas de arena fina y blanca. En Jamaica todo está por hacer, y uno puede vivir con la esperanza en la punta de los dedos, pensando que todo es aún posible y que el futuro existe. Y las gentes son sencillas, y sus sentimientos, espontáneos y directos, y hasta los asesinos son capaces de explicar lo que hacen sin recurrir a teorías sociológicas o sesudos estudios de mercado: matan –ya veis, qué cosas–, y matan porque odian y porque aman, y esos es todo, y nadie le da más vueltas.
En Jamaica, el tiempo no cuenta apenas nada. La gente es tranquila e impuntual, y muy pocos son los que admiten que les impongan una cita: ellos quedan y, al final, aparecen, pero no miran el reloj ni se preocupan por horarios.
Sueño con Jamaica, y en la Jamaica en la que yo sueño nadie se levanta la voz, y el ruido es sólo algarabía callejera, y los policías no dan miedo, aunque asusten un poco con los ruidosos piropos que lanzan a las muchachas que circulan en bicicleta y a las que el aire levanta sus faldas de mil colores.
Tal vez esa Jamaica en la que estoy soñando no exista. Tal vez esto que os estoy contando sea sólo el fruto de películas y carteles de turismo asomados a los escaparates de las agencias de viaje.
Nunca he estado en Jamaica, y es probable que nunca la vea. Me da igual. Mejor que sea así.
Mi Jamaica, esta Jamaica en la que hoy sueño, me vale porque es quimera, porque ocupa el espacio del no-aquí, porque me ayuda a imaginar que podríamos ser otros.
Y sueño, y me voy a Jamaica para mejor sentir mi distancia ante lo que veo: calles grises, gente triste. Y sueño con Jamaica para reclamar de mi más alegría, para pensar que todos podemos romper con todo, que somos capaces de no acudir puntuales a las citas, de reírnos de los estudios sociológicos que explican la muerte, de creer que el porvenir que nos espera no está condenado a ser de por vida un tiempo para el llanto.
Jamaica o muerte. Venceremos.